🍪 Prólogo
Saco el teléfono del mandil, algo que no suelo hacer en horas laborales. Cuando estoy aquí dentro, el mundo se difumina. Estoy en mi burbuja. Aquí me siento segura.
Desbloqueo la pantalla, manchándola de harina, y deslizo el dedo buscando esa conversación. Esa. La que me prometí no volver a abrir. Una promesa vacía que me repito cada mes, como si fuera nueva. Aunque hoy es distinto. Hoy es especial.
Es la fecha en la que quedamos por primera vez, esa que llevo grabada en una pulsera que escondí en un cajón. Quise olvidarla. Borrarla de mi mente. Pero me mentí. Como cada vez que digo «No volveré a mirar ese chat».
—Es la última vez… —murmuro, intentando silenciar esa voz interior que me recuerda que sí, he vuelto a flaquear.
No hay nada. Solo mis mensajes. Esos que quedaron colgados en el aire, sin respuesta. Todos los que envié cuando desapareció sin más. Ghosting, lo llaman. Será porque es un puto dolor fantasma que no se va. Ahora la punzada duele menos, antes me destrozaba. No saber qué había pasado, si hice algo mal. No ver más sus respuestas, ni sus audios deseándome los buenos días, esos que me arrancaban una sonrisa.
—Psstt.
Levanto la vista y, casi sin pensar, escondo el teléfono a mi espalda.
—Por mucho que lo escondas, sé lo que estabas haciendo —me regaña Marisa. Mi tía. Mi pilar.
—No sé de qué hablas —digo, con una inocencia fingida que ni yo me creo. Ella arquea una ceja.
«Me tiene calada».
Marisa está a mi lado desde que mi madre enfermó. Un cáncer cruel, de esos que no dan tregua ni margen. Que arrasa con todo su jodido arsenal, sin preguntar, sin dejar espacio para la esperanza. Dejando a medias su sueño: este bonito obrador de galletas que había imaginado con tanto amor se quedó huérfano cuando la ingresaron.
Cuando su cuerpo, cansado de tanto, ya no pudo más. Las luces se apagaron.
Y con ellas, también su ilusión.
Mi tía no se apartó de nuestro lado. Veía cómo su hermana se iba consumiendo, un poco más cada día y, aun así, no soltó mi mano. La aferró con fuerza, como si pudiera sostenernos a las dos. Y me hizo una promesa. Una de esas que se dicen bajito, pero que calan muy hondo: que no me soltaría jamás.
—Vaaale, haré como que te creo. —Me guiña un ojo de forma exagerada—. Ahora escúchame bien con esas orejitas. Está aquí —susurra bajito, aunque yo lo siento como si acabara de gritarme al oído.
«Él».
—¿Está aquí? —pregunto, confundida, mientras cojo uno de los trapos para limpiarme la harina de las manos y camino con pasos rápidos hacia el cristal que da al mostrador. Un cristal que, desde el otro lado, parece un espejo. Refleja más de lo que muestra. Nadie sabe quién está al otro lado. Solo yo. Solo nosotras.
—Se ha adelantado… Siempre venía más o menos cada treinta días —murmura, colocándose a mi lado.
La miro de reojo, sorprendida.
—¿Llevas la cuenta?
—¿Tú no? A mí me vas a engañar. —Me da un suave codazo en las costillas, de esos que me arrancan una risa, aunque no quiera.
Nos asomamos a la pequeña ventana alargada. Parecemos dos suricatos, en modo vigilancia.
Y ahí está. Él. Un hombre con todas las letras.
Pelo oscuro, con un corte cuidado. Corto, no demasiado. Lo justo para acariciar el cuello de su camisa blanca, esa que parece hecha a medida y le queda exageradamente bien. Cada botón abrochado en su sitio, marcando sin pudor unos hombros anchos y unos brazos que asoman por las mangas con una firmeza que cuesta no mirar dos veces. Sus bíceps se insinúan al moverse, como si la tela supiera que es un pecado contenerlos. En su muñeca izquierda, un reloj clásico, elegante, que no grita lujo, pero sí estilo. De esos que sabes que alguien ha elegido con mimo. Que dice más de él que cualquier palabra.
Sí, lo tengo más que fichado desde aquella primera vez que apareció con ese aire de que el mundo le aplaude a cada paso. Sonrió al cristal como si supiera que alguien lo miraba, o como si se gustara tanto que necesitara verse reflejado para confirmarlo.
—Qué calor hace aquí… —murmura mi tía, abanicándose con la mano.
—Es por culpa del horno —le aclaro, mirándola de reojo, aunque ya me imagino por dónde va.
—Sí, claro… el horno —responde, sonriendo con esa picardía suya que no necesita más palabras.
—Shhh. —La mando callar sin apartar la vista, mientras sigo deleitándome.
Barba perfilada, limpia, marcando a la perfección ese rostro serio y atractivo. Y esa mandíbula… Esa maldita mandíbula que parece tallada a propósito para provocarme pensamientos que no debería tener a media mañana y rodeada de galletas. Los labios carnosos, pecaminosos, más bien, descansan tranquilos, como si no fueran conscientes del poder que tienen. Y las jodidas gafas de aviador, inseparables, le dan ese aire de seductor.
—Siempre lleva gafas. Qué coraje —susurra Marisa, pegada al cristal.
—Ya… —suspiro, con los ojos todavía clavados en él.
Fantaseo con cómo serán sus ojos. Qué esconderán. Si brillan cuando sonríe. Si me mirarían como yo lo miro a él. Viene cada treinta días, más o menos. No sabemos mucho de él, salvo que siempre compra una caja de mis galletas. Siempre las más deseadas. A veces se las reservo, por si aparece. Por si se adelanta. Ya que su llegada, puntual y silenciosa, consigue algo que nadie más logra últimamente: silenciar esas inseguridades que me asaltan cada vez que empiezo a dudar del género masculino.
—Seguro que es un CEO de alguna empresa de renombre… —susurro, dejándome llevar, inventándonos historias sobre quién es, como hacemos cada vez que aparece.
—Yo creo que viene a visitar a su madre y le lleva una caja —responde Marisa, con esa ternura suya que a veces se disfraza de lógica.
Nos miramos de reojo, sonriendo.
—Creo que de todas las historias que nos inventamos, esa sería la más real…
—O eso queremos creer para no imaginarnos una donde está casado —suelta una carcajada, y yo un suspiro contenido, porque es algo que no quiero ni pensar. No ahora. No mientras apague todo el ruido y solo active una parte de mi cuerpo.
Llevamos meses creando versiones de su vida. Algunas más realistas. Otras, de película. Aunque todas tienen algo en común: él. Y esta maldita necesidad de saber más. De llenar los vacíos con imaginación. Porque, en el fondo, ambas sabemos que no es solo un cliente. Es… una pequeña chispa que se enciende una vez al mes. Y que, por algún motivo, me hace sentir viva.
—¿Hola? —dice con esa voz ronca que hace temblar hasta las baldosas, mientras pulsa la campanilla del mostrador.
—Marisa, sal —le digo, dándole un culazo que la hace tambalearse.
—Ya voy… Algún día podrías salir tú —responde, justo antes de alcanzar la puerta.
—Ya sabes que no quiero nada con el género masculino —murmuro sin apartar la mirada del cristal, como si con eso pudiera convencerme a mí misma.
—Sí, sí… ya no quieres nada, pero el charco de babas que dejas cuando lo ves dice todo lo contrario —suelta entre risas, con esa carcajada suya que siempre me hace sonreír, aunque no quiera.
—Ves cosas que no son. Solo me estoy alegrando la vista. Igual que tú —susurro, aunque ni yo me lo creo—. Esto es como ir de tiendas: miro el escaparate. Ya está.
—Sí, claro… Lo que pasa es que, cuando vas de tiendas, al final entras a probarte algún que otro vestido… y te lo llevas a casa, ¿verdad, Lola? —lanza, dejando caer la pulla con una sonrisita de medio lado.
Le saco la lengua y la animo con las manos a salir. No queremos que nuestro cliente estrella se marche sin su preciada caja de galletas.
Y me quedo ahí, detrás del cristal, como siempre. Viendo sin ser vista. Fingiendo que solo es un pasatiempo. Como si no supiera que hay historias que empiezan justo así: con una excusa mal dicha y una verdad a punto de estallar.